jueves, 8 de mayo de 2014

El tano del barrio

El tano del barrio

No tiene un nombre. O sí, le dicen Tigre centro, pero no le gusta a los que viven allí. Pegadito a Carupá en donde el Canal San Fernando se entuba mientras su contaminación perfuma el aire de una de las entradas a la ciudad, aunque posiblemente la menos glamorosa. Todas las mañanas el ruido de los talleres locales se mezcla con la camioneta de repartos de la panadería local y mientras los niños caminan a la escuela Número 1, la parada de colectivos que está frente a la puerta del Supermercado se colma de vecinos con sus largas caras previas al trabajo. Es la peor hora del día, pero es la hora donde comienza la vida del barrio. Y en los días de invierno la niebla se cola por las calles y por los callejones.
Entre esa neblina y en esa hora, la peor de todas, sale a la vereda, todos los días en una especie de ritual mañanero, el viejo Pascetto. Nadie conoce su nombre, nadie sabe mucho de él. Sólo se sabe que es el viejo Pascetto. Cualquier vecino se lo cruza por la mañana, cualquier vecino se lo cruza por la tarde. Todos los días se sienta en el frente de su casa, con su bastón desgastado y sus pelos blancos bajo el sol. El viejo, como los más jóvenes lo llaman, siempre viste ropa que posiblemente, algunas décadas atrás, estuvo de moda. Su voz cada día parece más y más ronca, pero su seriedad siempre es igual. Su ceño fruncido, sus arrugas que invaden su cara y una expresión amarga que no cambia. Se sabe que tiene esposa y que posiblemente ella esté adentro, cocinando o limpiando, pocos la han visto. No se sabe si el viejo trabajó alguna vez y si lo hizo, de qué. Tampoco nadie sabe sobre su edad, él poco habla y cuando lo hace pareciera que mucha bronca saliera de sus cuerdas vocales.
Allí está el viejo, sentado, como si esperara a alguien o algo. Pero no espera con ansias o entusiasmo, lo hace resignado, enojado, “encabronado” pero nadie sabe por qué porque no es muy abierto a charlar con alguien. Los vecinos lo saludan por respeto, él a veces devuelve el saludo. No lee el diario como haría otra persona, no fuma tabaco ni bebe vino. A veces algún perro callejero lo acompaña, se sienta al lado y se convierte en un oportuno amigo. Pero nadie sabe si algún dia tuvo uno de verdad o alguien que le charle un rato, salvo por su esposa, claro, esa extraña mujer que hace las compras en el mismo almacén de la vuelta y que sólo cocina y limpia. El viejo, el “tano” como también le han dicho, a veces ni se percata de la presencia de su ¿amada?. Aunque su comida siempre come. Los días pasan y el hombre sigue ahí, desde temprano con la niebla, hasta bien entrada la noche. Los tiempos cambian, los autos que salen del centro llenos de turistas pasan y él sigue ahí. Pasa la lluvia y también las mareas. En esos casos levantan un poco las piernas o se sienta sobre la ventana de su casa, que como todas las casas del barrio está un par de escalones arriba, y mira el agua desde allí. El viejo, el amargo, el que nunca sonríe salvo alguna excepción, sigue sentado, esperando algo o alguien, con esa misma cara de siempre, con esa expresión de siempre. Ya nadie sabe mucho de él, tampoco preguntan mucho, se van olvidando de él. Pero sigue sentado, esperando algo, con las arrugas evidenciando alguna pena pasada, algún error que no puede olvidar, algo que no puede cambiar. Sigue esperando, el tiempo pasa, el barrio cambia.