Llegué al mundo una tarde de jueves. Era 1989, el mundo todavía hablaba de cortina de hierro y se moría la década con la música y cultura más referenciada de todos los tiempos. Quizás por eso mi generación se sintió la última especial.
Nací en mayo, el día cuatro. Años más tarde descubriría que ese día se dedica a Star Wars, cabecera de una lista especial con las películas más amadas y vistas en todos estos años. ¿Casualidad? Seguramente. Pero no dejo de mencionarlo nunca. También es una haber nacido en mayo, como el de 1810 o como el francés. Mayo es mes de otoño, de hojas que se caen, de colores opacos, de cierta melancolía que flota en el aire. Podría ser una descripción mía sin dudas. Pero no toda melancolía es tristeza. También la hay con una sonrisa, con la satisfacción de haber vivido algo. ¿Será por eso que tiendo a escribirlo todo?
Para los creyentes en horóscopos mi personalidad va de la mano con la de los Tauro, el toro que según la mitología griega no era más que Zeus intentando seducir a la princesa Europa y que da nombre a la constelación. A mí mucho no me importa. Me han dicho obstinado y cabeza dura. Yo prefiero llamarme Bielsista: Muero siempre en la mía. Para un amigo amante de la astronomía el sol ahora brilla un poco después en esta constelación por lo que no debería ser de este signo. Sea como sea, creyente o no, en la constelación de los tercos brilla una de las estrellas más espectaculares del firmamento: Aldebarán. Algo debe significar.
Mayo también ha sido el recuerdo siempre de la infancia. Y claro, infancia es patria. Ahí, como aguas danzantes, está la bicicleta de chico, el ovejero alemán llamado Duque y la imagen de mi abuelo leyendo el diario mientras nosotros jugábamos por ahí, en el viejo patio inventando aventuras cruciales y fugaces. Hoy esa danza de aguas, la patria, es el empedrado de mi barrio, los debates en mi casa, los mates bien amargos y las milanesas de mi madre.