Parecía una caricia con alma de chocolate. Dulce en su melancolía, triste con esa sonrisa, perdida en el misterio de su piel blanca como la nieve. Se volaba todo el tiempo en anécdotas que nunca habían ocurrido y solía contar sus sueños a cada persona se cruzara en la mañana. Por las tardes tomaba te de canela y lo extrañaba. Siempre lo extrañaba.
Había partido hacía cuatro años, seis meses y nueve días. Recordaba esa tarde de otoño por el color del paisaje, el sweater que tenía puesto y el sabor a angustia en la boca. La última imagen que tenía de él era su espalda perdiéndose en el horizonte de esa plaza y el futuro que se le venía. Ella era pasado. La amargura se le dibujaba en la cara al recordarlo pero no podía olvidarse de nada. Ahora esperaba las noches para tomarse una pastilla e irse a dormir, a la espera de algún sueño para contar a la otra mañana.
Se sabía hermosa, agradable, incluso graciosa cuando se lo proponía. Era interesante, intrigante, cuando cantaba cautivaba a todos sus oyentes. Sus alumnos se desvivían por ella y hacía el amor como las diosas. Era, en otras palabras, el deseo de la mayor parte de las personas que la rodeaban.
Ella lo sabía.
Y sin embargo ahí estaba. Mintiendo con una sonrisa falsa a la ventana de su casa. Contando los días para saber nada. Era eso, se había convertido en eso. La búsqueda de la espera porque otra cosa no sabía hacer.