martes, 31 de mayo de 2016

Sudestada

Cuando el río sube no hay tiempo para nada. Porque rápida es la naturaleza cuando tiene que cumplir con sus fuerzas y sus leyes. Y porque rápido se mueve el agua que se mete por la paredes, por las grietas, por los cartones, las chapas y hasta por el techo.
El viento del sudeste es el que eleva las alturas del río y los habitantes del barrio San José en San Fernando lo saben mejor que nadie. Sube la marea y no hay tiempo de nada. De salvar algunas cosas o de prepararse o de pedir ayuda. Para lo que siempre hay tiempo es para escuchar promesas de viviendas porque la sudestada en barro se sufre peor. 
El miedo es respeto y el respeto se confunde con miedo, se abrazan y tiemblan a la par porque flotan juntos en el río. Flota la basura, la ropa, los electrodomésticos y todo lo que pueda. Se reza para que corten la luz. 
Los vecinos tienen una calle sin cartel. Una que nadie vino a nombrar. Y alguien propone, como símbolo de respeto y miedo, como una ofrenda al dios de las mareas, llamarla Sudestada. 

Saciados

Cuando saciaron sus ganas se dieron cuenta de todo. Vieron los países que habían visitados, los lugares en donde habían hecho el amor, las manzanas que habían comido de los árboles, las fotos, las postales, los paseos, las pocas veces que habían parado en un aeropuerto a comprar recuerdos. Se acordaron de anécdotas, borracheras, dolores de cabeza, libros y los lugares que eran más de ellos que de los otros. 
Habían comido, compartido, dormido, habían estudiando, comprendido, se habían sorprendido y se había gritado con todas las ganas. Un café en París, una noche en Viena, sexo en Venecia. Un auto oxidado en Medellín y una picada en Tandil. Un mate en cada plaza y un vinilo en cada disquería que habían encontrado.
Cuando saciaron sus ganas ella le dijo a él:
- Mira si no te hubieses animado a desearme de vuelta.

lunes, 30 de mayo de 2016

Graffiti

En septiembre de 2010, caminando por las calles de Madrid encontramos una esquina de vereda amplia y baldosas olvidadas. Bajo un cartel que anunciaba una obra y con las grietas mordiéndole los tobillos un graffiti rezaba, gritaba, imploraba:
Vuelve a mi vida por favor. 

Cuento IV

Pero cuando dio el paso, cuando se inclinó con el cuerpo hacia adelante, hacia él, Martín reaccionó, por primera vez en la noche cambió su postura y dio un paso atrás. Como un perro que encuentra a su amo enfurecido. Había estado esperando ese momento desde hacía un tiempo. Belén quedó a mitad de camino de un paso, entre un instante y otro, como en un amague congelado, pensando en ese movimiento torpe. Volvió a su posición original y a sus pensamientos. Me tiene miedo concluyó Belén porque otra cosa no podía ser. Quizás tenía miedo de que no responda o nuevamente no lo escuche, algo que en realidad ella pensaba hacer. Siempre con esa necesidad de querer hablar todo y encima hace frío y no comí nada, y me duele la pansa de frío y más frío...Belén no dejaba de pensar que en cualquier momento se convertiría en Martín de tanto quejarse. 
Aunque todavía no había convertido ninguna queja en palabras. No por ahora se convencía en secreto. Pensó en intentar a la fuerza volver a abrazarlo pero no le salió, pensó también en decirle algo, en gritarle, en mandarlo al carajo y decirle que la respete y que regrese cuando terminara la escuela secundaria. Martín si fuese ella solamente se pondría a cantar Slipping Away. Pero gracias a dios ella no era él. En ese momento sintió que tenía frío hasta en el pelo y que lo mejor era irse a algún lugar calentito. De hecho la casa de Martín no estaba lejos. Se imaginó allí, pegada a la cama por varias horas, comiendo chocolate, saboreando algún licor artesanal, mirando alguna película de mala calidad en el cable, debatiendo sobre metafísica, mirándose en silencio, se imaginó durmiendo sobre el pecho y el respirar de él y hasta ardió levemente al pensar en algún deseo que le surcaba la piel. Podían olvidarse de todo de una buena vez y tomarse de la mano e irse caminando. No había llevado la bicicleta porque no le gustaba usarla de noche y además últimamente estaba muy cansada casi a cualquier hora. Martín caminaba a todos lados siempre. Pero no le importó, podían irse caminando los dos, incluso hablando de algo pensó Belén, de esas cosas que él siempre quiere hablar. Podían tararear alguna canción o parar a tomar un café, el más caliente y fuerte que se pudiese imaginar porque además de frío, hambre, fiaca y vergüenza, también tenía sueño. 
Solo faltaba que Martín cambiara esa cara, esa mirada tan misteriosa que no terminaba de entender qué significaba porque seguro ni él sabía la explicación. Por lo menos ya había cambiado la postura y había demostrado que tenía sangre. Ahora solo faltaba que borrara esa mirada, que dijera algo más que ese discurso suelto de palabras que ya había dicho otras tantas veces, que diera un paso y listo, otra cosa, ya podían olvidarse del asunto e irse a comer chocolate y tomar café. Mañana sería otro día, ya no estaría de mal humor ni histérico, entonces recapacitaría, le hablaría al caer la tarde -siempre lo hacía a esa hora- le pediría perdón e intentaría finalmente comprender. Ella suspiraría tranquila y se prepararía el té a las seis porque a esa hora la llamaría o golpearía a la puerta de su departamento. Si Martín lograba superar ese desafío...
No había pasado ni un minuto de todo ese instante, de toda esa fotografía helada que estaban retratando los dos en esa noche y Belén pensó que ya estaba impaciente. Esperar no era para ella. Y no podía soportar toda la situación ella sola. Martín no hacía nada, solo estaba ahí con esa mirada perturbadora. Había dicho algunas palabras, sí, es cierto pero nada más. Quizás esperaba una respuesta de ella, algo concreto, como siempre esperaba como si fuese una oradora profesional, como si solo se charlara a través de discursos largos y eternos. No señor. Ella había intentado acercarse, besarlo, abrazarlo y mimarlo, pero él solo había dado un paso para atrás. Milagros no hacía y no tenía ganas de aprender a hacerlos.
El frío siempre le había parecido triste, así que pensó que seguramente por eso empezaba a sentir que le nacía una tristeza profética desde el vientre. Se le angustiaba la garganta y las cuerdas vocales y pensó también que seguro por eso no le salía ninguna palabra. Si lo hubiese hecho seguro hubiese balbuceado porque tiritaba. Y le temblaban las piernas como una bandada de pájaros que vuela antes del terremoto o la explosión del volcán.
O Martín decía algo más, como tarde o temprano siempre hacía, o ella iba a congelarse, aburrirse y marcharse, sin decir nada.
Entonces Martín cambió la mirada. El instante que apenas transcurría se reconvirtió con su nueva mirada que ahora parecía resucitar. Belén hasta creyó ver un resplandor en sus ojos. Él dio un paso hacia ella como para acercarse más y hablar en voz baja. Era la voz más dulce que había escuchado en su vida.
Llegué a la noche 99 dijo con firmeza. No puedo esperar otra noche más. Y se dio media vuelta para irse por la calle de adoquines antiguos.
Belén no se movió. Martín se había ido y ya había desaparecido en la noche. La esquina de esa bonita plaza era una postal solitaria, tanto como ella. No había podido reaccionar mientras él soltaba su cataratas de frases, porque en realidad había sido eso y no un par de palabras sueltas. En sus pensamientos y conjeturas no había escuchado. Intentó recordar algo de lo que le había dicho pero no podía recordar nada salvo algunas palabras sueltas. Fin, punto, pasión, despedida, golpe, historia. ¿Y lo demás? No lograba recordarlo y la historia del soldado y la princesa comenzaba a tener otro sentido para ella.
La noche era más fría que nunca y Belén pensó que la bicicleta al final no era ella. Cielos, nadie nunca puede ser una bicicleta. Es más que eso. Y una lágrima recorrió su mejilla mientras intentaba recordar todavía qué otras cosas le había dicho Martín mientras ella se nublaba en sus pensamientos.
Y el instante dio paso a otro instante. Porque la vida es eso, una seguidilla de instantes. Y muchas veces los detalles más importantes de la vida pasan en los instantes más pequeños.

domingo, 29 de mayo de 2016

Cuento III

La noche le hacía el amor a la luna y Martín contemplaba el instante, el espacio entre ambos y la nada misma con esa mirada tan extraña. Belén había recordado la vieja historia del solado porque sí. Solo se le había venido a la mente en un chispazo. Como un relámpago de sinapsis subjetiva que elige el cerebro para llevar y traer algún recuerdo. La mirada del hombre que tenía enfrente era tan extraña, tan lejos de lo que él mismo era siempre que de alguna la perturbaba pero no sabía por qué. No decía mucho y tampoco parecía que fuese a romper en llanto o a temblar a la par del frío. Sin embargo había algo ahí, algo en como parpadeaba de manera tan lenta, algo en sus pupilas, algo en ese brillo en la retina. Algo de todo eso, o todo es junto, la preocupaba. Una advertencia que no estaba logrando escuchar. 
En el verano Martín había sido un manojo de nervios y reacciones exageradas. No se podía hablar con él porque siempre quería pelear, levantar la voz y tener la razón. Ahora estaba ahí, callado, después de todas estas semanas ahí, callado, nada más, sin palabras salvo esas pocas que habían cortado el filo de la oscuridad. En el verano las cosas se habían ido al carajo, pensó Belén, pero él no había sabido manejar nada. Hay que saber manejar y entender la bicicleta para no irse directo al piso al no comprender el manubrio. Y Martín siempre quería hacer todo a la vez, como un nene de cinco años que no termina de comprender el mundo pero necesita a su madre al lado sí o sí. 
El verano se había desvirtuado en esas interminables semanas de nada. Había salido de las ideas de ella misma y no parecía una mala idea. Cielos, Belén de vuelta se encontró hablándose a sí misma mientras duraba el instante de la vida y diciéndose que lo mejor que podía haber hecho era proponer esas semanas. Algo de paz se cantaba. Y había funcionado bien. Pero él quería charlar, quería cantar, quería besos, caricias, un viaje, que baje del balcón. 
No siempre las cosas caminan bien se justificaba ella. Había sido lo mejor, ¿Por qué le costaba tanto llegar? No es que fuese un libro muy difícil, un Rayuela de capítulos a ordenar o una ópera compleja para un oído inexperto. Pero él tenía ese maldito vicio de alargar las películas hasta el letargo. También tenía el vicio de comerse las uñas, de adelantarse a todo y había tenido el vicio del pucho en otras épocas. Belén se lo había quitado, lo había cambiado. Y también sabía que lo hacía reir, lo hacía componer y hasta estaba más flaco. ¿Por qué entonces solo se quejaba?
Porque eso hacía Martín en los últimos meses de sus vidas juntos. Por qué esto, por qué lo otro, por qué no hacía tal cosa. En realidad no eran tantas, pero a Belén le parecía que sí, que era insoportable, por eso se encerraba en sus pensamientos, no contesta y la realidad es que, con el tiempo, tampoco escuchaba. Para escuchar las mismas cosas una y otra vez es mejor tararear internamente una canción y listo.
Ahora estaba ahí, parado con esa mirada extraña. Sus ojos la veían pero no la miraban. De hecho parecía que no miraba nada, que estaba ahí flotando en la noche, en la niebla y en el frío. Flotaba como esperando que el tiempo aparezca, que pase algo, que ella dijera algo, flotaba como deseando no estar en ese momento o como si lo rodeara montones de algodón y nieve. Un te extraño no tenía sentido pero tampoco lo tenía ese silencio. Había llegado el momento de intentar algo, de soltar una palabra para cortar ese momento tenso y responder a las palabras sueltas y sentidas que había dicho Martín un instante atrás. Algo había que responder, había que devolver alguna frase con una raqueta o con un insulto, pero algo había que devolver.
A Belén el pesaba la noche y el cansancio pero sabía que algo tenía que decir, aunque sea para cortar esa mirada tan ausente de Martín, esa mirada que decía pero no decía, esa mirada imposible de descifrar. ¿Estaba jugando al misterio? No lo sabía. Pero lo que sí sabía es que algo le decía que tenía que hablar, alguna palabra, alguna frase, algo. O por ahí podría no hablar, podía callar e intentar solucionar todo como otras veces: Acercarse y besarlo. Sí, se dijo Belén en sus pensamiento efímeros y eternos, tengo que besarlo, cruzar mis brazos sobre su cuello, mirarlo con ternura y besarlo. Si la amaba iba a entender todo lo que había pasado, iba a entender ese beso, ese gesto, ese momento de calor y placer momentáneo, iba a entender que tenía que entender, acompañarla esperarla y que ya no podía seguir enojándose porque ella no hacía lo que él esperaba.
Sí, se repitió Belén, voy a besarlo, abrazarlo, colgarme de su cuello, cruzar su mirada con la mía y volver a abrazarlo y besarlo. Voy a decirle que tiene que calmarse como el mar en la madrugada después de la tormenta, y así íbamos a volver a ser. Él seguía igual, ahí parado lo demostraba, pero ella se sentía diferente. Él tenía que entenderla, tenía que callar algún insulto al aire y entenderla. Y así iban a poder volver a ser.
Así que sí, se repitió como un mantra Belén, voy a acercarme  y voy a besarlo. Y así lo hizo.

sábado, 28 de mayo de 2016

Cuento II

Martín solo la miraba. Los momentos de ese segundo parecían toda una vida y cada palabra que se dijera ahí, pensó Belén, podía quedar tallada para siempre en la piedra. Ella sabía lo que pensaba Martín, porque siempre lo sabía, porque lo adivinaba en el parpadear de sus ojos o en la mueca que hacía con los labios cuando se callaba alguna verdad. Últimamente sus verdades eran todos cuestionamientos. Si se los callaba mejor, aunque sabía que le hacía mal por esa mueca que hacía con sus labios. Pero bueno, pensaba Belén, él debe estar adivinándome todo ahora. Debe estar atento a mis manos porque nunca las puedo dejar quietas en momentos como este o mi cuello que se tensiona todo. Martín conocía cada detalle de ella y seguramente también podía darse cuenta si estaba nerviosa, enojada, ofendida, molesta, incómoda, histérica o todo eso junto en una olla a presión.
Algo de eso pasa con el tiempo y las rutinas. Se conocen, se enamoran, se desean, se transpiran y se encienden fuego en las sábanas, se siguen conociendo, se desencantan, se reconocen, se adivinan, se piensan, se anticipan, se callan, se duermen, se mueren. Si se pudiese resumir, más o menos sería algo así se decía Belén algunas mañana cuando abría los ojos antes de comenzar el día. Martín arrancaba antes y la dejaba durmiendo un rato con el mate preparado en la mesa de luz. Era un gesto de amor que después solo era de ternura y ya se había convertido en solo un gesto. 
Un viento sopló desde el norte y en un instante pareció que el clima descendía su temperatura varios grados, sobre todo en los blancos rostros pálidos de ellos dos. Belén solo podía girar su cabeza en una negativa que iba a la par del silbido del viento que ahora volvía con fuerza entre ellos dos. Hacía frío y cada vez era más real y en el espacio entre sus miradas se formaban estalactitas.
Belén se sentía como en esas mañanas que se moría de ganas de tomar su bicicleta y salir a recorrer la ciudad mientras escuchaba Learning To Fly. Tom Petty era su compañía perfecta entre pedaleo y pedaleo, así podía volar su mente, distraerse de todo, inventar alguna poesía que siempre se la guardaba para ella y olvidarse de las penas. Martín la esperaba siempre con una disculpa y un Malbec. Maldito Martín, sí que la conocía y muy bien, no solamente como otros hombres en la vida de ella. De verdad que la intimidad de uno se pierde, pensaba ella mientras pedaleaba ya sabiendo lo que iba a suceder cuando volviera a verlo, se vuelve un bien cada vez más preciado.
Ahora volvía de su viaje por sus pensamientos y memorias en cuestión de micro segundos y ahí estaba Martín, con esa mirada diferente, frente a ella, habiéndose despedido para siempre como así habían hablado sus propias palabras. En el primer micro instante ella no le había creído porque cómo iba a creerlo por enésima vez si esto ya había pasado antes. Una vez había sido a los gritos, cansado de no sé qué, otra había sido por carta, otra alcoholizados, otra en la cama, una vez incluso se había despedido por teléfono. Siempre volvía a ella. Y ella, en el fondo, lo agradecía mientras suspiraba aliviada.
Y ahora esa mirada, ese brillo extraño en los ojos, esa parada misteriosa casi con los hombros caídos, abatido, el pelo despeinado y las zapatillas mojadas. Las palabras habían sido secas y rápidas. Fin, punto, pasión, despedida, golpe, historia. Tenían sentido y a la vez no. Como los dos pensó Belén mientras escuchaba el recitado. Cada palabra hacía nacer también el típico humo que sale de las bocas producto del frío. Y el farol de esa plaza junto al que estaba parado Martín lo hacía parecer un Humphrey Bogart, solo le faltaba un sombrero y un cigarro.
Él escribía y contaba historias, porque amaba las historias decía siempre pero no amaba la historia en general. Belén gustaba de ambas cosas pero le costaba leer o escuchar sus historias sin pensar si había algo de ella en sus personajes. Algunas no eran de él pero las repetía porque le fascinaban. Una de esas la había repetido hacía unas semanas, la última vez que se habían visto, en una charla de bar, entre un café y algunos reproches. Era una historia de una vieja película, Cinema Paradiso, que contaba la historia de un soldado y una princesa. El soldado se había enamorado a la primera vez que la vio pero sabía que no tenía muchas oportunidades de alcanzar a estar con ella. Pero se había animado y le había prometido esperarla durante 100 días y noches bajo su balcón. Y ella, sorprendida ante tal declaración de amor, había aceptado diciéndole que si lo esperaba todo ese tiempo bajaría de su balcón para estar con él y abrazarlo. Y así el soldado esperó durante días, durante noches, bajo el sol, la lluvia, la nieve y la mierda de las palomas, y ella lo miraba y él esperaba y esperaba. Y cuando llegó la noche 99 el solado se levantó y se marchó para siempre. 

viernes, 27 de mayo de 2016

Cuento I

Martín pensó en una vieja noche de placer y entre humo de cigarrillo se despidió para siempre. En el fondo, lo sabía Belén mejor que nadie, no se le podía creer porque tantas otras veces había dicho las mismas palabras. Pero ella esa vez pensó en algo diferente, en un detalle que pasa desapercibido para la mayoría de las personas, sin embargo para ella no, quizás por su mirada detective o porque se aburría de las cosas principales.
Sus ojos, se decía Belén, sus ojos brillan como un pálido reflejo de la luna triste de abril sin poemas, calor y sol. En esos ojos estaban todos los problemas y todas las verdades que Martín, en un intento desesperado cual torbellino, buscaba esconder a toda costa. Pero Belén lo conocía, lo conocía muy bien, con todo lo que eso significa ya que nunca termina de ser bueno que alguien te conozca, profundamente porque de alguna manera es como el fin de la intimidad. Ella sabía que él podía intentar esconder detrás de esos ojos marrones todo lo que quisiera pero de su perspicacia no iba a escapar. Sus ojos, volvía a decirse Belén, brillan en el medio de la oscuridad como dos faroles de una vieja calle de la época colonial, como dos pequeños luceros, como dos fueguitos que caminan directo al apagón inevitable, como un arco iris que se extingue antes de que alguien pueda descubrir el tesoro, como un grito que se iba ahogando en un pozo hondo como el mismo mundo. Sus ojos brillaban sobre todo en sus costados, en los lagrimales y daba la sensación de que en cualquier momento la voz de Martín se cortaba, se cristalizaba en el medio del invierno y se venía abajo, y con él también lo hacía el otoño, el mundo, los libros y esas tardes de torta y mate bien amargo porque si el mate no es amargo entonces no tiene sentido el mate ni la yerba ni la vida ni la tarde. Ella sabía que quizás intentaba un juego o una especulación para ver cómo reaccionaba ella y ver qué le decía.
No era la primera vez, pensó Belén, si esa teoría era la acertada. Lo había hecho más de una vez, la última en el verano cuando entre la arena y el aire más seco que en la pantanosa y húmeda ciudad se le daba por ofenderse por cualquier cosa. Si no le contestaba, él se enojaba, si ella no sonreía, él se enojaba. Siempre era lo mismo, de día y por las noches también. Una frase atrás de otra, y ella solo las escuchaba como quejas y críticas, sus oídos solo podían servir así y ella se decía a sí misma que bueno, que ya está, que no lo escuches, que después se arregla cuando nos besemos y nos deseemos en la cama a la noche, mañana a la mañana todo estará bien como lo estuvo hoy a la mañana y que se joda, que no moleste, que piense en cómo la paso yo y eso y lo otro y aquello.
La madrugada todavía estaba lejos y la bruma golpeaba la piel en las piernas y las manos, temblorosas y pálidas frente a un frío que no parecía real. Cielos, no era real pero estaba ahí en ese momento presente entre los dos.

viernes, 13 de mayo de 2016

Lo que siempre

En una carta.
En una carta dentro de un sobre, con palabras pegajosas, manoseado por el poco tiempo de la rutina que siempre apremia pero nunca entiende. Con Pete Doherty de fondo, con sus gritos, mejor con Dead Kennedys a todo lo que da o quizás ambos en el máximo volumen.
Con una canción escrita en varias tardes de marihuana, en una guitarra con solo cinco cuerdas, con la funda agujereada, si quieres en una zamba de despedida o un baile electrónico de esos que vuelan la cabeza a los pibes de la moda. Puede ser una balada a lo Bryan Adams o una canción más simple como Nito Mestre pero vas a disculpar que sepa tener esa voz.
Con la cabeza en alto y la voz todavía más en alto, con miles de sinfonías en la piel, con esa sensación de querer alcanzar el otro lado del valle, o sino con las pocas ganas de levantarse para abrir la puerta y recibir otra vez una sonrisa al revés.
Puede ser en un cuadro aunque no sea pintor, en un dibujo aunque no dibuje, en un mural gigantesco aunque no pueda contratar un Picasso que lo realice, o puede ser también en un aeroplano escribiendo las letras en el aire como, para mí, en realidad nunca hizo nadie.
O en un rumor que te llegue desde lejos, que apenas te toque, como un susurro que acerca el viento fuerte del sudeste, con la marea, los camalotes y las verdades trágicas.
Podría llegar como llegan las hojas al suelo cuando llega el otoño cuando llega el revolucionado mayo a mostrarnos cada año que lucha y disfrute no van de la mano, que sangre y sudor no se consiguen fácil y que palabras sueltas no son un discurso.
Y sino simplemente podrías sentarte y esperar a que las horas hagan sus cosas y también te presten un rato para comprender, y escuchar, y tragar, y magullar, y vomitar si así lo deseas, o no si no lo deseas, pero si lo deseas que lo hagas y lo vuelvas a escuchar y a escuchar, aunque otra vez sientas asco en el alma y náuseas en la pansa.
Que de alguna manera, por teléfono o por avión, pueda llegar a tus tímpanos lo que siempre quise que mis labios llevaran a los tuyos:
Que te vayas a la puta que te parió