La noche le hacía el amor a la luna y Martín contemplaba el instante, el espacio entre ambos y la nada misma con esa mirada tan extraña. Belén había recordado la vieja historia del solado porque sí. Solo se le había venido a la mente en un chispazo. Como un relámpago de sinapsis subjetiva que elige el cerebro para llevar y traer algún recuerdo. La mirada del hombre que tenía enfrente era tan extraña, tan lejos de lo que él mismo era siempre que de alguna la perturbaba pero no sabía por qué. No decía mucho y tampoco parecía que fuese a romper en llanto o a temblar a la par del frío. Sin embargo había algo ahí, algo en como parpadeaba de manera tan lenta, algo en sus pupilas, algo en ese brillo en la retina. Algo de todo eso, o todo es junto, la preocupaba. Una advertencia que no estaba logrando escuchar.
En el verano Martín había sido un manojo de nervios y reacciones exageradas. No se podía hablar con él porque siempre quería pelear, levantar la voz y tener la razón. Ahora estaba ahí, callado, después de todas estas semanas ahí, callado, nada más, sin palabras salvo esas pocas que habían cortado el filo de la oscuridad. En el verano las cosas se habían ido al carajo, pensó Belén, pero él no había sabido manejar nada. Hay que saber manejar y entender la bicicleta para no irse directo al piso al no comprender el manubrio. Y Martín siempre quería hacer todo a la vez, como un nene de cinco años que no termina de comprender el mundo pero necesita a su madre al lado sí o sí.
El verano se había desvirtuado en esas interminables semanas de nada. Había salido de las ideas de ella misma y no parecía una mala idea. Cielos, Belén de vuelta se encontró hablándose a sí misma mientras duraba el instante de la vida y diciéndose que lo mejor que podía haber hecho era proponer esas semanas. Algo de paz se cantaba. Y había funcionado bien. Pero él quería charlar, quería cantar, quería besos, caricias, un viaje, que baje del balcón.
No siempre las cosas caminan bien se justificaba ella. Había sido lo mejor, ¿Por qué le costaba tanto llegar? No es que fuese un libro muy difícil, un Rayuela de capítulos a ordenar o una ópera compleja para un oído inexperto. Pero él tenía ese maldito vicio de alargar las películas hasta el letargo. También tenía el vicio de comerse las uñas, de adelantarse a todo y había tenido el vicio del pucho en otras épocas. Belén se lo había quitado, lo había cambiado. Y también sabía que lo hacía reir, lo hacía componer y hasta estaba más flaco. ¿Por qué entonces solo se quejaba?
Porque eso hacía Martín en los últimos meses de sus vidas juntos. Por qué esto, por qué lo otro, por qué no hacía tal cosa. En realidad no eran tantas, pero a Belén le parecía que sí, que era insoportable, por eso se encerraba en sus pensamientos, no contesta y la realidad es que, con el tiempo, tampoco escuchaba. Para escuchar las mismas cosas una y otra vez es mejor tararear internamente una canción y listo.
Ahora estaba ahí, parado con esa mirada extraña. Sus ojos la veían pero no la miraban. De hecho parecía que no miraba nada, que estaba ahí flotando en la noche, en la niebla y en el frío. Flotaba como esperando que el tiempo aparezca, que pase algo, que ella dijera algo, flotaba como deseando no estar en ese momento o como si lo rodeara montones de algodón y nieve. Un te extraño no tenía sentido pero tampoco lo tenía ese silencio. Había llegado el momento de intentar algo, de soltar una palabra para cortar ese momento tenso y responder a las palabras sueltas y sentidas que había dicho Martín un instante atrás. Algo había que responder, había que devolver alguna frase con una raqueta o con un insulto, pero algo había que devolver.
A Belén el pesaba la noche y el cansancio pero sabía que algo tenía que decir, aunque sea para cortar esa mirada tan ausente de Martín, esa mirada que decía pero no decía, esa mirada imposible de descifrar. ¿Estaba jugando al misterio? No lo sabía. Pero lo que sí sabía es que algo le decía que tenía que hablar, alguna palabra, alguna frase, algo. O por ahí podría no hablar, podía callar e intentar solucionar todo como otras veces: Acercarse y besarlo. Sí, se dijo Belén en sus pensamiento efímeros y eternos, tengo que besarlo, cruzar mis brazos sobre su cuello, mirarlo con ternura y besarlo. Si la amaba iba a entender todo lo que había pasado, iba a entender ese beso, ese gesto, ese momento de calor y placer momentáneo, iba a entender que tenía que entender, acompañarla esperarla y que ya no podía seguir enojándose porque ella no hacía lo que él esperaba.
Sí, se repitió Belén, voy a besarlo, abrazarlo, colgarme de su cuello, cruzar su mirada con la mía y volver a abrazarlo y besarlo. Voy a decirle que tiene que calmarse como el mar en la madrugada después de la tormenta, y así íbamos a volver a ser. Él seguía igual, ahí parado lo demostraba, pero ella se sentía diferente. Él tenía que entenderla, tenía que callar algún insulto al aire y entenderla. Y así iban a poder volver a ser.
Así que sí, se repitió como un mantra Belén, voy a acercarme y voy a besarlo. Y así lo hizo.