miércoles, 17 de junio de 2020

La cosa

Quería cogerla, poseerla, dominarla y hacerla mierda. No se cómo. Mejor dicho, se me ocurrían mil maneras de poder hacerlo. Todas perversas, oscuras, todas maneras que le darían vergüenza a más de uno con solo escucharlo. Estilos de penetración, de golpes y de apretujones. ¿Lo sabía eso? Hay diferentes maneras de apretujar algo.  Puede ser con las dos manos,  bien fuertes, puede ser con una mano y con la otra sujetar el cogote para que no se escape en algún movimiento de viveza criolla. Se puede apretar con los dedos, como si estuviésemos sacando un grano de la piel de un adolescentes. También se puede, hay que animarse y no es fácil, cerrar el puño bien fuerte y apretar de esa manera. Como si fuese una trompada de Rocky en cámara lenta. Pero tenía que ser delicado, tampoco quería romperla antes de hacerla mía. No era mi intención que se me hiciera cristal y se me destrozara bajo mi cuerpo. Por lo menos no tan pronto. 
La cuestión es que yo quería dominarla, hacerla pelota con ambas manos, enfrascarme en sus jugos interiores y sentir que me chorreaba la boca, la pera, la barba, el cuello, la cadenita de no se qué cosa del espíritu santo que me regalaron y siempre llevo colgado como una especie de talismán contra el mal, la envidia y los hijos no deseados. Quería sentir lujuria en la boca y vibración en los dientes mientras se lloraba en mis labios.
Podía hacerlo con los ojos cerrados. Sí, podía. De hecho, lo deseaba y hasta me resultaba irresistible. En el medio del goce cerrar los ojos, terminar el asunto con los párpados caídos para deleitarme. Placer por autonomasia. Abrir los ojos luego y decir dios. Suspirar y contemplar la gula cayendo por mi cuerpo, desparramándose por mis venas y mi piel hasta mi verga. 
Bien goloso. Bien sádico. 
Por eso quería hacerla mierda. Romperla en ese mismo instante. Sus curvas tan frágiles me ponían a mil, necesitaba recorrerlas con las manos, chuparla y succionarla de un saque. Que hiciera ruido mi boca mientras la succionaba, mientras le sacaba hasta la última gota de ese placer hermoso. Si le daba con la fuerza necesaria hasta podía estrujarla con mis manos, hacerla añicos, destruirla. Podía hacerle lo que quisiera, si total era mía. Estaba bajo mi órbita, bajo mi poder. Y, lo mejor, no podía escaparse. 
Pero una cosa así hay que disfrutarla con tiempo, pensaba. Me decía a mi mismo: Manoseala un rato, sentí esa frialdad en las palmas de tu mano, sentí como toma temperatura con el roce de tu cuerpo aunque se niegue. Disfrutala, volvía a decirme, un ratito antes de que se abra, antes de que haga ese ruido tan característico, mezcla de gemido, mezcla de queja. Ahí sí, ahí podría meterle un dedo si tuviese ganas. O dos si estaba bien mojada esa entrada. 
También me decía que si la dedeaba podía sentir la frescura de su interior y de alguna manera haría todavía más sensitiva la experiencia de poseerla, a ella que era mía y de nadie más. Pensaba sujetarla, levantarla con las dos manos y ponerla arriba mía. Que me diera placer desde ahí. Que se desarmara sobre mi, que se hiciera líquido sobre mí, que se desintegrara sobre mi boca. Pasarle la lengua y llevarme todo de ella, para siempre. Para mis adentros. 
Luego solo me quedaría pensar qué hacer con sus restos, con lo que quedase de ella. Nada difícil, me decía: Añicos envueltos en papel de diario, un tacho de basura o un basural. Sí, me decía, mejor ahí. Nadie la encontraría. Bah, nadie la buscaría tampoco. 
Solo era ese instante, ese momento de placer, ella estaba reducida a eso, a dejarse beberse por mí. 
Porque era mía, mía, solo mía...
esa rica botella de coca cola. 

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