viernes, 27 de mayo de 2016

Cuento I

Martín pensó en una vieja noche de placer y entre humo de cigarrillo se despidió para siempre. En el fondo, lo sabía Belén mejor que nadie, no se le podía creer porque tantas otras veces había dicho las mismas palabras. Pero ella esa vez pensó en algo diferente, en un detalle que pasa desapercibido para la mayoría de las personas, sin embargo para ella no, quizás por su mirada detective o porque se aburría de las cosas principales.
Sus ojos, se decía Belén, sus ojos brillan como un pálido reflejo de la luna triste de abril sin poemas, calor y sol. En esos ojos estaban todos los problemas y todas las verdades que Martín, en un intento desesperado cual torbellino, buscaba esconder a toda costa. Pero Belén lo conocía, lo conocía muy bien, con todo lo que eso significa ya que nunca termina de ser bueno que alguien te conozca, profundamente porque de alguna manera es como el fin de la intimidad. Ella sabía que él podía intentar esconder detrás de esos ojos marrones todo lo que quisiera pero de su perspicacia no iba a escapar. Sus ojos, volvía a decirse Belén, brillan en el medio de la oscuridad como dos faroles de una vieja calle de la época colonial, como dos pequeños luceros, como dos fueguitos que caminan directo al apagón inevitable, como un arco iris que se extingue antes de que alguien pueda descubrir el tesoro, como un grito que se iba ahogando en un pozo hondo como el mismo mundo. Sus ojos brillaban sobre todo en sus costados, en los lagrimales y daba la sensación de que en cualquier momento la voz de Martín se cortaba, se cristalizaba en el medio del invierno y se venía abajo, y con él también lo hacía el otoño, el mundo, los libros y esas tardes de torta y mate bien amargo porque si el mate no es amargo entonces no tiene sentido el mate ni la yerba ni la vida ni la tarde. Ella sabía que quizás intentaba un juego o una especulación para ver cómo reaccionaba ella y ver qué le decía.
No era la primera vez, pensó Belén, si esa teoría era la acertada. Lo había hecho más de una vez, la última en el verano cuando entre la arena y el aire más seco que en la pantanosa y húmeda ciudad se le daba por ofenderse por cualquier cosa. Si no le contestaba, él se enojaba, si ella no sonreía, él se enojaba. Siempre era lo mismo, de día y por las noches también. Una frase atrás de otra, y ella solo las escuchaba como quejas y críticas, sus oídos solo podían servir así y ella se decía a sí misma que bueno, que ya está, que no lo escuches, que después se arregla cuando nos besemos y nos deseemos en la cama a la noche, mañana a la mañana todo estará bien como lo estuvo hoy a la mañana y que se joda, que no moleste, que piense en cómo la paso yo y eso y lo otro y aquello.
La madrugada todavía estaba lejos y la bruma golpeaba la piel en las piernas y las manos, temblorosas y pálidas frente a un frío que no parecía real. Cielos, no era real pero estaba ahí en ese momento presente entre los dos.

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