Martín solo la miraba. Los momentos de ese segundo parecían toda una vida y cada palabra que se dijera ahí, pensó Belén, podía quedar tallada para siempre en la piedra. Ella sabía lo que pensaba Martín, porque siempre lo sabía, porque lo adivinaba en el parpadear de sus ojos o en la mueca que hacía con los labios cuando se callaba alguna verdad. Últimamente sus verdades eran todos cuestionamientos. Si se los callaba mejor, aunque sabía que le hacía mal por esa mueca que hacía con sus labios. Pero bueno, pensaba Belén, él debe estar adivinándome todo ahora. Debe estar atento a mis manos porque nunca las puedo dejar quietas en momentos como este o mi cuello que se tensiona todo. Martín conocía cada detalle de ella y seguramente también podía darse cuenta si estaba nerviosa, enojada, ofendida, molesta, incómoda, histérica o todo eso junto en una olla a presión.
Algo de eso pasa con el tiempo y las rutinas. Se conocen, se enamoran, se desean, se transpiran y se encienden fuego en las sábanas, se siguen conociendo, se desencantan, se reconocen, se adivinan, se piensan, se anticipan, se callan, se duermen, se mueren. Si se pudiese resumir, más o menos sería algo así se decía Belén algunas mañana cuando abría los ojos antes de comenzar el día. Martín arrancaba antes y la dejaba durmiendo un rato con el mate preparado en la mesa de luz. Era un gesto de amor que después solo era de ternura y ya se había convertido en solo un gesto.
Un viento sopló desde el norte y en un instante pareció que el clima descendía su temperatura varios grados, sobre todo en los blancos rostros pálidos de ellos dos. Belén solo podía girar su cabeza en una negativa que iba a la par del silbido del viento que ahora volvía con fuerza entre ellos dos. Hacía frío y cada vez era más real y en el espacio entre sus miradas se formaban estalactitas.
Belén se sentía como en esas mañanas que se moría de ganas de tomar su bicicleta y salir a recorrer la ciudad mientras escuchaba Learning To Fly. Tom Petty era su compañía perfecta entre pedaleo y pedaleo, así podía volar su mente, distraerse de todo, inventar alguna poesía que siempre se la guardaba para ella y olvidarse de las penas. Martín la esperaba siempre con una disculpa y un Malbec. Maldito Martín, sí que la conocía y muy bien, no solamente como otros hombres en la vida de ella. De verdad que la intimidad de uno se pierde, pensaba ella mientras pedaleaba ya sabiendo lo que iba a suceder cuando volviera a verlo, se vuelve un bien cada vez más preciado.
Ahora volvía de su viaje por sus pensamientos y memorias en cuestión de micro segundos y ahí estaba Martín, con esa mirada diferente, frente a ella, habiéndose despedido para siempre como así habían hablado sus propias palabras. En el primer micro instante ella no le había creído porque cómo iba a creerlo por enésima vez si esto ya había pasado antes. Una vez había sido a los gritos, cansado de no sé qué, otra había sido por carta, otra alcoholizados, otra en la cama, una vez incluso se había despedido por teléfono. Siempre volvía a ella. Y ella, en el fondo, lo agradecía mientras suspiraba aliviada.
Y ahora esa mirada, ese brillo extraño en los ojos, esa parada misteriosa casi con los hombros caídos, abatido, el pelo despeinado y las zapatillas mojadas. Las palabras habían sido secas y rápidas. Fin, punto, pasión, despedida, golpe, historia. Tenían sentido y a la vez no. Como los dos pensó Belén mientras escuchaba el recitado. Cada palabra hacía nacer también el típico humo que sale de las bocas producto del frío. Y el farol de esa plaza junto al que estaba parado Martín lo hacía parecer un Humphrey Bogart, solo le faltaba un sombrero y un cigarro.
Él escribía y contaba historias, porque amaba las historias decía siempre pero no amaba la historia en general. Belén gustaba de ambas cosas pero le costaba leer o escuchar sus historias sin pensar si había algo de ella en sus personajes. Algunas no eran de él pero las repetía porque le fascinaban. Una de esas la había repetido hacía unas semanas, la última vez que se habían visto, en una charla de bar, entre un café y algunos reproches. Era una historia de una vieja película, Cinema Paradiso, que contaba la historia de un soldado y una princesa. El soldado se había enamorado a la primera vez que la vio pero sabía que no tenía muchas oportunidades de alcanzar a estar con ella. Pero se había animado y le había prometido esperarla durante 100 días y noches bajo su balcón. Y ella, sorprendida ante tal declaración de amor, había aceptado diciéndole que si lo esperaba todo ese tiempo bajaría de su balcón para estar con él y abrazarlo. Y así el soldado esperó durante días, durante noches, bajo el sol, la lluvia, la nieve y la mierda de las palomas, y ella lo miraba y él esperaba y esperaba. Y cuando llegó la noche 99 el solado se levantó y se marchó para siempre.
Belén se sentía como en esas mañanas que se moría de ganas de tomar su bicicleta y salir a recorrer la ciudad mientras escuchaba Learning To Fly. Tom Petty era su compañía perfecta entre pedaleo y pedaleo, así podía volar su mente, distraerse de todo, inventar alguna poesía que siempre se la guardaba para ella y olvidarse de las penas. Martín la esperaba siempre con una disculpa y un Malbec. Maldito Martín, sí que la conocía y muy bien, no solamente como otros hombres en la vida de ella. De verdad que la intimidad de uno se pierde, pensaba ella mientras pedaleaba ya sabiendo lo que iba a suceder cuando volviera a verlo, se vuelve un bien cada vez más preciado.
Ahora volvía de su viaje por sus pensamientos y memorias en cuestión de micro segundos y ahí estaba Martín, con esa mirada diferente, frente a ella, habiéndose despedido para siempre como así habían hablado sus propias palabras. En el primer micro instante ella no le había creído porque cómo iba a creerlo por enésima vez si esto ya había pasado antes. Una vez había sido a los gritos, cansado de no sé qué, otra había sido por carta, otra alcoholizados, otra en la cama, una vez incluso se había despedido por teléfono. Siempre volvía a ella. Y ella, en el fondo, lo agradecía mientras suspiraba aliviada.
Y ahora esa mirada, ese brillo extraño en los ojos, esa parada misteriosa casi con los hombros caídos, abatido, el pelo despeinado y las zapatillas mojadas. Las palabras habían sido secas y rápidas. Fin, punto, pasión, despedida, golpe, historia. Tenían sentido y a la vez no. Como los dos pensó Belén mientras escuchaba el recitado. Cada palabra hacía nacer también el típico humo que sale de las bocas producto del frío. Y el farol de esa plaza junto al que estaba parado Martín lo hacía parecer un Humphrey Bogart, solo le faltaba un sombrero y un cigarro.
Él escribía y contaba historias, porque amaba las historias decía siempre pero no amaba la historia en general. Belén gustaba de ambas cosas pero le costaba leer o escuchar sus historias sin pensar si había algo de ella en sus personajes. Algunas no eran de él pero las repetía porque le fascinaban. Una de esas la había repetido hacía unas semanas, la última vez que se habían visto, en una charla de bar, entre un café y algunos reproches. Era una historia de una vieja película, Cinema Paradiso, que contaba la historia de un soldado y una princesa. El soldado se había enamorado a la primera vez que la vio pero sabía que no tenía muchas oportunidades de alcanzar a estar con ella. Pero se había animado y le había prometido esperarla durante 100 días y noches bajo su balcón. Y ella, sorprendida ante tal declaración de amor, había aceptado diciéndole que si lo esperaba todo ese tiempo bajaría de su balcón para estar con él y abrazarlo. Y así el soldado esperó durante días, durante noches, bajo el sol, la lluvia, la nieve y la mierda de las palomas, y ella lo miraba y él esperaba y esperaba. Y cuando llegó la noche 99 el solado se levantó y se marchó para siempre.
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